Guízar Valencia y sus Muchachos

Recopilación de las notas más relevantes del Periódico Impreso Tercera Edad que circuló por mas de 20 años

Memorias de un Reportero

Guízar Valencia y sus Muchachos

Por: Alejandro Pérez de los Santos

 

Periódico Tercera Edad del año 2003

Erase un viejecito, muy lindo, decía mi madre. Peloncito, lo conocí a través de los reportajes de mis compañeros periodistas, más tarde me tocó entrevistarlo en varias ocasiones y siempre me hizo admirar su sencillez, su bondad y su carácter firme.

Llegó a Chihuahua en mil novecientos veinticinco, procedente de su natal Michoacán, o sea que trocó una tierra perfumada, llena de preciosa vegetación, de comidas ricas y frutos inigualables, por un medio, árido, desolado, duro y extremoso.

Vio crecer y madurar a sus muchachos los Hurtados, Severiano, cauto, culto monacal y Vicente, todo lo contrario: juguetón, unas castañuelas, de fácil risa; a Joaquín Anchondo, maravilloso caballero, tanto de alma como de cuerpo; a los Pelayo; a Francisco Espino Porra, de los galones purpurados presto para ser obispo; a Amescua, a Flores, a Talamás Camandary, sabio y pulcrísimo, a Luis Rocha, quien con su traje gris con su cuello romano era común verlo a pie por cualquier calle; al singular Emiliano Soria, inventor de ciertos aditamentos automovilísticos que los gringos compraron y ganador de unos juegos florales organizados en Chihuahua en tiempos del gobernador Alfredo Chávez; a Guerrerito, que gente burlona se mofaba de que en ciertas ocasiones se le veía por la calle veintitrés, o sea el “tambor” y que al ser investigado en secreto se supo que visitaba una de tantas meretrices para llevarles consuelo y la sagrada comunión de su muerte, materialmente, por la vida que desgraciadamente había sufrido; a Valderrama, a Machado, a J. Jesús Grijalva el padre escritor por sus artículos periodísticos encantadores; a Leopoldo M. Aguilar, mariano por naturaleza; a Maldonado, llorado por la crueldad de su martirio pero lleno de dulzura en su ascenso a los altares; a Vicente Cizauskas, el padre refugiado, un lituano que escapó de las garras de las huestes de los nazis de Adolfo Hitler gracias a los oficios de Pío XII y llegó a los Estados Unidos en un barco carguero de nacionalidad neutral y estuvo en Ciudad Juárez, en Villa Ahumada y fue el primer párroco de San José en Avalos donde erigió el templo que hoy existe; a José de la Paz García; al pintoresco Rocaciano Olvera, a Jerónimo Limas, Francisco Servín, Quiñónez, Modesto Rodríguez, nacido en “Juariles” y a tantos más que nuestra memoria jubilada y pensionada no recuerda. Pero esos muchachos eran gente de pelo en pecho, que pese a que todas las policías, desde los rurales hasta los de punto perseguían, pasando hambres, fío, sustos, El señor protegía.

Que llegaban a caballo o en burro por las rancherías, todos los barbones, vestidos de harapos o descalzos para llevar la voz del Evangelio, casar, bautizar o administrar las últimas estampillas al moribundo, llenos de alegría, a comer frijoles, tortillas y agua, entre los más pobres del mundo.

Y, aquel ancianito, Don Antonio Guízar Valencia, los recibía con sus manos temblonas y su corazón lleno de gozo, cuando aparecían sanos y salvos. Ni Villa tuvo en sus días de gloria soldados más fieles.

Él, cuentan, en sus años vigorosos, se rompió una pierna al viajar en visita pastoral por las barrancas de la sierra, ya que la Diócesis de Chihuahua comprendía a todo el Estado. Más tarde surgieron nuevas diócesis y parroquias y la de Chihuahua fue achicándose, todo gracias a la labor de Don Antonio a quien, al decir de unas damas de visita en la ciudad de México, encontraron, ya sin ser Arzobispo, a bordo de un trolebús, y al reconocerlo se acercaron, llenas de júbilo a saludarlo, y él, pese a su edad feliz de mirar a gente de Chihuahua, su tierra por adopción, incitó en darles su asiento. Bajó en una de las paradas y se perdió entre la gente.